Mediante una computadora portátil que cuelga de su cuello, una mujer ciega y sorda, aunque capaz de percibir sonidos debido a un implante coclear, dirige una carta a un hermano también ciego y sordo para referirle lo que acontece en un taller literario que reciben, junto a otros «huéspedes» de la colonia de alienados Etchepare, con un autor al que consideran incompetente.
En dicha colonia —un lugar que no es exactamente para personas como la protagonista y su hermano, pero en el que ambos se han acomodado a la perfección— los alienados conviven con una jauría de perros salvajes difíciles de erradicar y de la que deben cuidarse para no morir a dentelladas.
Esta trama aparentemente simple se complica cuando el relato de la protagonista, continuamente atacado por recuerdos del pasado familiar o por reflexiones sobre las minucias cotidianas con su hermano o con los otros pacientes de la colonia de alienados Etchepare, empieza a confundirse con los relatos que surgen del taller de escritura. Así, por ejemplo, el sexo entre un cocinero y su ayudante en un barco a la deriva, es (o parece), a menudo, el que la autora de la carta practica con su exigente hermano. De esta manera, el discurso de la ficción prevalece sobre lo supuestamente real, pues en un mundo regido por las sensaciones y por la imaginación, una carta cuyo destinatario es alguien que no ve ni oye podría transformarlo todo o construir entero algo que no existe. Como dijo Conrad: «las palabras son las grandes enemigas de la realidad».
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