Zweig no aborda la Historia como doctor sino como narrador y dramaturgo, atento a los aspectos dramáticos y a los conflictos trágicos en la vida de los individuos y los pueblos. Zweig emplea el concepto pictórico de “miniatura” para referirse al estudio de esos instantes decisivos de la historia que “resplandecientes e inalterables como estrellas, brillan sobre la noche de lo efímero”. Y, en efecto, el autor se interesa por aquellos detalles y azares que -como la kerkaporta, esa pequeña puerta olvidada a través de la cual los jenízaros invadieron Bizancio- suelen pasar desapercibidos en los grandes frescos de la Historia Universal. El periodo que abarca el libro es realmente ambicioso, pues se extiende desde el año 44 a.C., con Cicerón como víctima y testigo del derrocamiento de la vieja res publica bajo la dictadura de los nuevos césares, hasta 1919, cuando el presidente Wilson fracasó al intentar realizar el ideal kantiano de una paz duradera en la Europa recién salida de la Gran Guerra. Entremedias desfila toda una galería de grandes hombres como el sultán Mehmet, Núñez de Balboa, Goethe, Händel, Tolstoi, Dostoyevski, Napoleón o Lenin, pero también de pequeños hombres fracasados, como el capitán Rouget, creador de la Marsellesa, el mariscal Grouchy, cuya indecisión determinó la derrota de Waterloo; J. A. Suter, que perdió toda California por la avidez febril de oro; Cyrus W. Field, que comunicó mediante cable telegráfico América con Europa y Scott, el capitán británico derrotado por Amundsen en la carrera por llegar primero al Polo Sur.